“Tengo miedo torero”: reseña de un hito imperdible del nuevo cine chileno

La película chilena más esperada del año; basada en la única novela de una figura emblemática, con un tráiler viral, entradas agotadas y tendencia en redes sociales. Tal expectación podría fácilmente sucumbir en un mar de decepciones, o en carne fresca para la jauría twittera. Sin embargo, ‘Tengo miedo torero’ pasa la prueba y marca precedente.

Una historia de amor y metralleta entre una vieja y pobre travesti que va de vuelta en la vida, y un joven e idealista guerrillero que en su camino a asesinar a Pinochet ve en juego su sexualidad. Por sobre todo, la película retrata un vínculo entre dos marginales clandestinos, que con sus vastas diferencias, coinciden al menos un instante en medio del terror de la dictadura. 

Sin crear nostalgias hipócritas, con un excelente e impresionante trabajo en fotografía, interpretación y ambientación, “Tengo miedo torero” sin ser una película perfecta, funciona. 

Durante 93 minutos ‘La Loca del frente’ abraza al espectador en un calor que se mantiene hasta la última escena. Pues tal como en el libro, la película presenta a un personaje sumamente complejo, lejos de una caricatura, y que es en sus momentos de silencio donde más dice. Precisamente es ahí cuando la interpretación de Alfredo Castro se hace un pilar elemental en la narrativa, pues es en gran parte lo que sostiene al filme; eso y su cálida química con Leonardo Ortizgris, quien interpreta a su amado Carlos.

Pocos actores podrían jactarse de sorprender a tal nivel en una etapa así de avanzada de sus carreras como Alfredo Castro.

Ortizgris, actor mexicano, es quizás y por supuesto luego de La Loca de Castro, la más grata sorpresa de esta adaptación. El guerrillero no se ve opacado en ningún momento por el estridente brillo del protagonista, y es fiel – a pesar de la evidente diferencia en nacionalidad – al Carlos que nos presentó Lemebel como el galán de su novela rosa.

Disfrutar y entender esta adaptación muy bien liderada por Rodrigo Sepúlveda, director y guionista, es dejarse seducir por el más clásico de los ‘Romeo y Julieta’ en un escenario único; una travesti y un guerrillero separados tanto por la tiranía como por la revolución.

El mérito de Sepúlveda es armar el rompecabezas con las piezas perfectas para esta justificada adaptación al cine de la brillante novela homónima de Pedro Lemebel. Pues en manos de cualquier otro director sin su sensibilidad y entendimiento de la historia, una versión cinematográfica pudo ser otro atentado fallido, pero fuera de escena.

No obstante, el talón de Aquiles del filme está en su guión, el cual por momentos se sostiene meramente en brillantes actuaciones y fotografía. La velocidad de la narración y superficialidad de sus diálogos, poco rompen con lo convencional, además de perder emotividad, aun cuando se tiene de fuente la exquisita y singular prosa de Pedro Lemebel. Pese a esto, las flaquezas del libreto apenas son notorias cuando están a disposición de tantos otros recursos que en conjunto, sacan adelante airosa la película.

Sin embargo otro de los agridulces, más notorios, está en el resto del elenco que acompaña a Castro y Ortizgris en su íntima travesía. Destacan Amparo Noguera, Julieta Zylberberg y Paulina Urrutia que en su limitado tiempo en escena, no hacen más que fortalecer el filme. Por el contrario, no convencen ni se justifican los actores que interpretan a ‘las amigas’ de la protagonista; que justamente debieron ser interpretadas por actrices trans y/o transformistas. Este detalle, no menor, resulta incoherente con la película, su trasfondo y mensaje, y más aun cuando artistas de la comunidad LGBTIQ+ aparecen en papeles terciarios, hasta sin nombre y casi sin diálogo.

Alfredo Castro y Leonardo Ortizgris sostienen gran parte de la película sobre sus hombros; manteniendo al espectador en el borde de su asiento expectante ante la tensión entre sus personajes, sin dejar de entregar algo más que esa emoción. Pues es cierto que para el clímax de la historia, no es ni el atentado al dictador ni un ansiado beso de los protagonistas lo que da vida a la narración; sino el vínculo sincero entre dos almas abrazadas, aun separadas por las barreras del género y el cuerpo.

Ahora bien, con todas sus virtudes y ciertas falencias, el milagro de “Tengo miedo torero” no cala hondo hasta su final; cuando el golpe de realidad y desamor logran que el espectador por fin se sienta en los tacos de la protagonista, tanto en su sabiduría como dolorosa determinación. Gracias a algunas frases calcadas de la novela (un generoso tesoro dentro de esta adaptación) y otras referencias al autor, junto a la desgarradora actuación de Alfredo Castro, la película no lleva a otra isla más que a la del justo cuestionamiento y emotividad.

“La vida me va a quedar debiendo el amor que inventó para los otros / nosotros”.

A través de una fotografía impecable, llamativos números musicales, una cautivadora historia y el encanto de sus interpretaciones, “Tengo miedo torero” es un infaltable de lo que parece ser una nueva era en el cine chileno; una dispuesta a rescatar la cultura y realidad de su país a través de historias inclusivas, una que interpela al espectador y sus creencias, y que precisamente está marcada por el hito de esta película tan imperdible como inescapable.

La Loca del Frente, sin duda, traspasa la pantalla como un referente de lucha y rebeldía; uno que sin duda estará más presente que nunca en los tiempos de cambio y despertar que vive el país.

Bonus: Diferencias con la novela (Spoiler alert)

Como los ‘lemebelistas’ más fieles podrían notar, la película presenta varias diferencias con la obra original. La más obvia, es la exclusión del Dictador y su primera dama Lucía, que a pesar de ser parte destacable de la novela, están del todo ausentes en el filme. Por un lado resulta una inteligente decisión de Sepúlveda, que permite valorar en un 100% la historia de amor principal, sin distracciones ni sombras. Por otro, arrebata el contexto político, que si bien se ve bien representado a través de la brutal represión policial, pierde protagonismo y pasa a ser el telón de fondo del romance entre la Loca y Carlos.

Otra evidente diferencia es la nacionalidad de Carlos y su compañera Laura, algo que no altera significativamente la historia, ya que fácilmente se justifica por la naturaleza ‘sin fronteras’ de las guerrillas latinoamericanas de los años ochenta.

Existen, por otro lado, algunas diferencias más sutiles pero tanto o más interesantes de analizar. Un ejemplo, es la escena del cine porno que en el libro presenta a la Loca realizando cruising, una práctica popular en el ambiente gay que consiste en mantener encuentros sexuales en puntos urbanos estratégicos y que puede incluir o no un intercambio de dinero. En la película la protagonista derechamente se prostituye, lo que podría equivaler a una lectura “heterosexualizada” del libro, que no descifra los códigos queer de las letras de Lemebel.

Sin embargo, existen otras notables y absolutamente necesarias diferencias con la novela. En primer lugar, la forma en que la Loca y Carlos se conocen, la cual no es descrita en más de un párrafo en el libro, y que en el filme expone la marginalidad, violencia, y contexto que sirven de puntapié inicial para la relación entre ambos. En segundo lugar, la escena en que la Loca practica sexo oral a su combatiente amigo. Mientras Lemebel relata un abuso sexual -que puede o no justificarse al insinuar que se trataba de la imaginación de la protagonista- la película deja en claro que consiste de un acto consensuado entre ambas partes.

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