CRÓNICA | Lollapalooza, día 1: Termínelo, profe

El desafío era grande y, la ambición, poco prudente. Lollapalooza Chile volvía luego de tres años sin poder realizarse el evento, debido a un virus mortal y una pandemia catastrófica. Y para la mala suerte, el festival fue a parar a Cerillos al ser exiliado de Santiago Centro. ¿Pasó la prueba? Todo parece indicar que no, al menos del todo.

La música partió con atrasos considerables que movieron todo el cronograma: Kidd Tetoon, uno de los tantos fenómenos de la música urbana nacional de los últimos años, salió una hora después de lo pactado originalmente en el “Perry’s Stage”, algo así como la nueva encarnación del Movistar Arena.

A eso se sumaron los británicos de The Wombats en el VTR, escenario principal que cierra todas las jornadas. Son las 3 de la tarde y apenas cinco minutos frente a un escenario bastan para obtener una insolación con todo el sol a tus espaldas. Las suelas de las zapatillas se llevan gran parte de la temperatura.

Con otro atraso considerable en un evento que funciona como un reloj cucú, los británicos salieron a la intemperie árida de Cerrillos. Pero el sonido adolescente de sus primeras composiciones refresca: es una máquina del tiempo a la época dorada del indie rock. Un show que llega 15 años tarde.

Le sigue Marky Ramone’s Blitzkrieg con una batalla de clásicos de su banda madre. Siendo uno de los cuatro sobrevivientes de Ramones, el baterista hace un show tributo a la nostalgia interpretando tan solo ocho canciones, todas de su antiguo grupo. 

Con Idles la cosa cambia. Los británicos hacen debutar su sólido espectáculo en el país, que incluye palmetazos en la frente, saltos hacia el público y un mosh pit. Doce canciones, en su mayoría del disco “Joy as an Act of Resistance” (2018), tienen a un Joe Talbot completamente intoxicado liderando la tarde sin problemas.

Mención aparte para el guitarrista Mark Bowen, que con un vestido largo se pasa de la guitarra a los teclados y viceversa como parte de los nuevos sonidos de su último disco “Crawler” (2021).

 

De ahí, Lollapalooza se convierte en una mezcla entre el Festival de La Pampilla en Coquimbo y el Festival de Viña del Mar. Los shows de los puertorriqueños de Cultura Profética y Jhay Cortez abren el evento a nuevos sonidos que funcionan en gran parte gracias a la buena recepción del público.

Con el segundo, Cerrillos se convirtió en una discoteca que culminó con los hits de Bad Bunny “No me conoce” (también de J Balvin) y “Dákiti”, en los que “Jhayco” colabora con su coterráneo y a la vez se cuelga un poco de su éxito.

Es entonces en que el ambiente se torna repetitivo con los shows de Martin Garrix y Foo Fighters. El holandés de tan solo 25 años malgasta el uso de beats y fuegos artificiales en su espectáculo de más de una hora, aludiendo a una época pasada en que el EDM y el house reinaron en las listas y festivales al fusionarse con cantantes pop.

Pero la decepción mayor vendría de la mano de Dave Grohl y compañía. Con un espectáculo notable en cuanto a instrumentalidad se habla, sus más que constantes alargues agotan y cansan. Cada tema incluye su propio encore, con cortes en seco, silencios y solos de guitarra, batería y lo-que-se-te-pueda-ocurrir, matando al batallón de hits que presentan.

Las comparaciones con su pasada de hace diez años en el mismo festival son inevitables, y si bien la esencia y la monumentalidad de Foo Fighters son las mismas, varios factores han cambiado y hacen que el show no funcione bien como hace una década.

Entre ellos están el factor pasarela que ahora no existe y que permitían a Grohl una inmersión mayor con el público. También está el hecho de que hace diez años venían a promocionar el grandioso “Wasting Light” (2011), mientras que ahora vienen de tres discos sin grandes logros -ni hits- (“Sonic Highways”, “Concrete and Gold” y “Medicine at Midnight”).

Y claro, varios podrán decir que fue un show espectacular y una muestra de la genialidad de la última gran banda del rock. Pero lo cierto es que la mitad del público del festival se empezó a ir en masa cuando aún quedaban siete canciones. Algo entendible si consideras un atraso en el cronograma, el pésimo plan de retorno de la organización, y los tediosos alargues de la banda. Termínelo, profe.

Cerrillos, a grandes rasgos, no pasó la prueba inicial. Al árido lugar, sin sombra, con ráfagas de viento que entorpecen la acústica, se le suman los problemas que tenían desbordadas las cajas para cargar la famosa pulsera que te permite hacer compras. Además del plan de llegada/retorno que en sí nunca ha funcionado bien, pero que es muy distinto cuando estás a cuadras de la principal arteria de la ciudad.

Quedan dos días de festival y pese a las buenas intenciones de la organización, el lugar no asoma como una alternativa. Al menos si se quiere mantener el estándar que revolucionó a la industria. Recién el lunes algunos podrán cantar victoria (o derrota).

 

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