Y en la primavera de mi vida, llegó Unknown Pleasures

En mi casa siempre hubo música sonando. Me críe escuchando las canciones que me legaron mis papás, esas que ponían en compilados que sonaban en el equipo de música del living. Crecí entre The Police, Illapu y Miguel Bosé; aunque recuerdo que la primera banda que me voló la cabeza, a los ocho años, fue Los Prisioneros.

Desde esa edad que comencé a interesarme por la música, en especial por el rock en sus mas variadas formas. Los grandes clásicos como Queen o The Beatles, algunas bandas de punk y mis primeros pasos en el metal con Slayer y Metallica. A medida que fui creciendo se fue abriendo un abanico gigante de colores musicales.

En 2010 conocí a un amigo, uno de mis mejores amigos. Hasta el día de hoy, de lo que más hablamos es de música y películas. No me parecería raro que ese fuera el tópico inicial de nuestra primera conversación. Es de esas amistades que sabes que nunca se van a romper, porque siempre habrán films y discos nuevos.

Era el frío invierno de 2011 y ambos trabajamos en una parroquia. A mitad de año hacíamos un viaje a la nieve y ambos fuimos. Naturalmente, nos fuimos sentados juntos, compartiendo café en un termo mientras el bus subía hacia la montaña. Cuando llegamos a un control de Carabineros no nos permitieron seguir con el ascenso, puesto que el viento blanco en la cordillera era demasiado intenso. Nos quedamos un buen rato en ese control y todos en el bus decidimos bajar.

Ahí es cuando mi amigo me habla de una banda que encontró leyendo en internet. En ese tiempo empezábamos a agarrarle el gusto a Interpol y él me señalaba que el grupo que había hallado era una directa influencia. Me pasó sus audífonos y le dió play al reproductor del celular. En ese instante sonó una batería solitaria, para luego unirse un bajo y una guitarra que bailaban entre sí. Finalmente asomó una voz lúgubre, como si en el estudio de grabación hubiese cantado un muerto mediante una psicofonía. “Ellos son Joy Division”, me dijo.

Ahí, en la montaña, en medio de un frío que calaba los huesos, conocí Unknown Pleasures de Joy Division. Y en la primavera de mi vida, a los quince años, conocí el invierno crudo y eterno que Ian Curtis y compañía tenían reservado para mi. Después de esa escucha me dediqué a revisitarlo casi a diario, durante varios meses. Me encantaba la música, las letras de Ian Curtis, el icónico arte del disco, lo denso de la obra; nunca había escuchado algo tan angustiantemente denso pero a la vez tan enérgico y liberador. Con el tiempo vi Control, de Anton Corbijn y comprendí a Curtis, sus sufrimientos, sus errores.

Unknown Pleasures fue un punto de inflexión en mi vida, musicalmente hablando. A partir de él conocí muchas bandas, otros estilos musicales, libros, películas. Y fue más importante en lo personal aún. Escucharlo en esa época de mi vida, cuando vivía los primeros amores, los primeros rechazos, las primeras presiones sociales y la incertidumbre del futuro, fue una compañía. Incluso, por ese disco es que me interesé en el bajo, y hasta el día de hoy Peter Hook es mi bajista favorito.

Unknown Pleasures es un disco completo. Genial de escuchar, con un enorme trasfondo y una portada de antología. Aún recuerdo cuando me encontré la polera con la carátula en la feria o cuando mi mejor amiga me regaló el parche que ahora llevo en una chaqueta que me heredó mi padre. Este álbum es una obra que expresa emociones que tildamos de negativas, pero para mí se ha convertido en un disco que atesoro entre mis más bellos recuerdos, esos de tardes de música y amigos, sobreviviendo a la adolescencia.

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