En la especificidad se halla la universalidad. Durante “Lady Bird” (2017), hay dos momentos en que la adolescente Christine McPherson (Saoirse Ronan) y su madre Marion (Laurie Metcalf) buscan un vestido en una tienda de descuento, y en ambos su conversación cambia de tono bruscamente de un segundo a otro: del resentimiento expresado en ataques pasivo-agresivos a la alegría de haber encontrado una prenda bonita, pasando incluso por lo existencial.
Christine –quien en su escuela se hace llamar Lady Bird- está a días de terminar la secundaria y a un paso de entrar a la universidad, una etapa de tensión personal y familiar que es especialmente desgastante para hogares de clase media baja como el suyo: mientras Lady Bird se permite la ensoñación idealista propia de tener un futuro aún en blanco, Marion necesita que su hija aterrice para que tome la mejor decisión dado su contexto socioeconómico.
Sobre cómo este período afecta la relación madre-hija se trata “Lady Bird”, que supone el debut de Greta Gerwig como autora –esto es, escritora y directora- luego de haber compartido créditos de guión y dirección en varias cintas (“Frances Ha”, “Nights and Weekends”) donde también actuaba.
Acá no está el rostro de Gerwig pero ella se encuentra en todas partes, y no sólo porque la cinta se haya construido a través de sus palabras y sus instrucciones. “Lady Bird” es semi-autobiográfica, y se desplaza por los lugares que ella misma habitó: se desarrolla en el Sacramento (California) de fines de 2002, y sus locaciones principales son una escuela católica para mujeres y la humilde casa de la familia de una enfermera y un programador de computadoras.
Justamente lo íntimo de la cinta y la familiaridad con sus personajes le permite recrearlos con tal detalle que los hace respirar, logrando una naturalidad que transporta y genera empatía e identificación.
La urgencia que siente Christine por dejar la conservadora localidad donde creció y ya no puede ser todo lo que sueña, resonará en cualquiera que haya nacido en pueblo chico y vea en la universidad su único ticket de escape. Pero “Lady Bird” no sólo siente compasión por su protagonista: los compañeros de clase de Christine que quieren hacer su vida en Sacramento tampoco son juzgados negativamente por el ojo de Gerwig, por ejemplo.
Y, al entregarle el secundario más importante a la madre de Christine, Gerwig da espacio a un ejercicio de empatía con los padres y sus razones que –autoritarias o no; correctas o no- nacen de las mejores intenciones y el amor más abnegado. Algo que la insolente energía juvenil casi nunca deja ver.
Las actuaciones están notables (ojo con Beanie Feldstein, que interpreta a la mejor amiga de Lady Bird), y en los diálogos no sólo hay reflexiones o pequeños insights, también hay bastante humor que muchas veces se cruza con el drama. Creo que nunca la frase “mi madre era una alcohólica abusiva” me había resultado tan cruda como chistosa.
“Lady Bird” -ganadora de dos Globos de Oro y fuerte candidata a los Oscar- es una especie de caballo de troya, porque viene en envase de película coming-of-age, pero ocupa los tópicos propios del género para contar una historia mucho más rica en matices que el promedio.
Es fácil compararla con cintas como “Pretty in Pink” (1986), básicamente por aspectos superficiales (la protagonista que sueña con vivir en una casa del barrio alto, por ejemplo), pero a diferencia de Hughes, Gerwig no condiciona la felicidad de su personaje principal al amor de un chico –si bien en la cinta, Christine tiene dos amores interpretados por Lucas Hedges (“Manchester by the Sea”) y Timothée Chalamet (“Call me by your Name”)-.
La de “Lady Bird” es una historia que no sólo se concentra en su protagonista sino en el núcleo entero, y el resultado es irresistible gracias tanto al detalle como al amor puesto en la tarea. Aunque claro, como dice la directora de la escuela de Christine, quizás la atención y el amor en realidad sean una misma cosa.