La tarea de ahondar en un estilo musical puede ser bastante compleja al llevarla a un libro. Unos se dedican a desglosar uno a uno los artistas que dieron forma a un género específico; otros se concentran en crear un relato en el que entrecruzan autores, discos y comercio para explicar un fenómeno. Y hay quienes buscan explicar sus particularidades desde lo personal.
En “Indiepop: una historia”, el lingüista, comunicador y melómano Ricardo Martínez encuentra en lo personal el método más oportuno para dar cuenta de un género musical que surge más de una forma de ver la vida, una sensibilidad transversal que surge en suburbios de distintos lugares del mundo de igual forma, sin diferencias sociales o políticas necesariamente.
Una serie de ensayos componen el libro, editado recientemente por Santiago-Ander Editorial (la primera en ponerse la capa de dedicar la mayoría de su catálogo en textos sobre música en Chile), en el que el autor revela una situación poco común: cómo el twee se convirtió en su estilo musical favorito a los 37 años, una edad en la que es cada vez más difícil adquirir nuevos gustos.
Además de sus propias experiencias en conciertos que lo marcaron de por vida, como el segundo show de Belle and Sebastian en Chile (octubre de 2015), Martínez se sumerge en las historias detrás de esas extrañas bandas cuyas creaciones no tienen dobles lecturas: son solo generadores de alegres y melancólicas canciones pop que pueden alegrar la vida. The Field Mice, Orange Juice, Les Ondes Martenot o Dënver figuran en esta lista, además de todo el misterioso catálogo de Sarah Records. Si alguien tiene una duda, es un libro que se invita a disfrutar oyendo lq playlist de Spotify que se incluye en las primera hojas.
Más que un manual para expertos, “Indie pop: una historia” es una guía de introducción hacia otro universo musical, que puede ser un camino sin retorno. Martínez contagia con su fascinación por el twee y el indiepop, lo que lo convierte en un texto interesante para quienes no pierden un segundo de su día a día sin escuchar esas piezas que Phil Spector definió como “sinfonías para adolescentes”.