“Versiones hay muchas, verdad solo una. Esta es mi historia”. Así, el 4 de mayo de 2017, Luis Miguel y Netflix anunciaron la realización de la serie biográfica de uno de los intérpretes más importantes de América Latina y, como si fuera poco, con la autorización y producción del propio “Sol de México”, un apodo que al correr de los capítulos fue tomando más peso y emotividad que nunca.
La fórmula era conocida y digna de una teleserie que cualquiera podría sintonizar a las tres de la tarde: una historia dramática, de niñez atribulada, una relación compleja con las figuras parentales, excesos y el trabajo intenso para conseguir el éxito y el estrellato en el mundo del espectáculo. Así ocurrió -en distintos niveles de producción, éxito y trascendencia- con series como las de Juan Gabriel, Sandro, José José y Celia Cruz.
Pero la autorización y supervisión de “Chupete de fierro” fue uno de los elementos que hacían de “Luis Miguel, La Serie” un producto distinto, que causó el obvio escepticismo de encontrarse con historias blanqueadas y políticamente correctas. Que no sea un spoiler contarles que no fue así. Drogas para mantenerlo activo para hacer más shows y prostitutas en las habitaciones de hotel cada vez que salían de gira, fueron solo parte de las maniobras que tenían a un solo hombre como responsable: Luis Gallego, mejor conocido como Luisito Rey, el padre, manager y manipulador de la vida y carrera del mayor de sus hijos.
Domingo a domingo, el Sol se dedicó a salir de noche y fuimos espectadores de cómo la familia Gallego Basteri iba quebrándose, al mismo tiempo que la carrera de Micky despegaba como cohete y los bolsillos de Luisito Rey más se abultaban. La herida más abierta por la que sangraba Luis Miguel en la ficción que autorizó a mostrarnos, se convirtió en la cruzada y sufrimiento de los espectadores: la desaparición de Marcela Basteri, su madre.
Entre saltos temporales que mostraron la niñez, la adolescencia y la entrada a la madurez en tiempos de inocencias arrebatas, pelos aleonados y una diastema no operada, con cada capítulo Luis Miguel nos demuestra que el dueño de la historia no es nadie más que él, y que cada detalle lo conoceríamos a su manera y a la altura de su reconocido ego.
La curiosidad por saber qué tanto era capaz Micky de abrir la puerta de su intimidad no fue lo único que conquistó a las audiencias. Las actuaciones de Diego Boneta en la versión adulta de Luis Miguel, junto a la desesperación y abnegación de una Marcela interpretada por Anna Favella, ponían las luces en la serie, haciendo el equilibrio a la oscuridad de las sombras que magistralmente Oscar Jaenada supo esparcir en su interpretación como Luis Rey.
Por su parte, Izan Llunas y Luis de la Rosa fueron los encargados de mostrar el amanecer del “Sol de México”, en una niñez y adolescencia marcada por la influencia de su padre, quien no aprendió de su propia experiencia como estrella juvenil y no supo más que proyectar su falta de éxito en el talento único de su hijo.
A pesar del éxito de la serie, el escepticismo inicial mutó en la típica recriminación y reproche que vemos día a día en redes sociales y la pudimos ver en la forma de “ahora a todos les gusta Luis Miguel, lo hicieron moda” o “con la serie, parece que descubrieron que existía Luis Miguel”. Pero no. Luis Miguel no es un tweet más de “Millennials descubren”, esa cuenta que se burla de la generación que -probablemente- está leyendo esto y que -ciertamente- lo está escribiendo.
Ante el ímpetu de muchos a la espera de cada domingo, es lo que podría parecer. Que convertimos en moda a un artista con 36 años de carrera sobre los escenarios, que ha sabido mantenerse vigente y que conoce mejor que cualquiera cómo no caer en el olvido.
¿Recibió un impulso? Totalmente. No es casualidad que “Culpable o no”, una de las canciones con mayor protagonismo dentro de la serie y soundtrack de sus mejores escenas, haya aumentado sus reproducciones en Spotify o que haya pasado de la absoluta ausencia, a ocupar un lugar estelar dentro del setlist de cada nuevo concierto de la gira “¡México por siempre!”, que tiene a Micky recorriendo nuevamente el mundo. De moda nada, de vigencia bastante.
A la espera de un gol, la barra mexicana en el Mundial de Rusia 2018 comenzó a entonar apasionadamente ese éxito que es “Entrégate”. No porque la hayan aprendido para la ocasión, sino porque está en su memoria, la misma que nos lleva a todos esos millennials no a descubrir la música de Luis Miguel, sino que a sacar de ese profundo baúl de los recuerdos el soundtrack de una infancia jugando en casa, mientras la radio de la cocina se sintonizaba en alguna emisora experta en baladas románticas en español.
Sin embargo, a pesar de los recuerdos evocados y la espera de cada domingo, el último capítulo de la producción de Netflix y Telemundo nos dejó boquiabiertos ante un cliffhanger de aquellos que exige una segunda temporada, que ni siquiera está confirmada. El final de temporada es una evidencia más de que por más teorías que tengamos, por más que gritemos a la pantalla rogando porque Marcela no viajara a España ni entrara a esa casa en Las Matas, ni por más agonizante haya estado Luis Rey, la historia sigue siendo del “Sol de México” y es la misma que él nos accedió a contar.
La puerta que creímos se nos había sido abierta a la vida, el corazón y la intimidad de Luis Miguel, se nos cerró de golpe en la cara. Y por más que le pidamos, si nos pudo dejar así.
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